Roadmovie
Bruno Marcos
El interior del coche es el lugar actual de la introspección. Una de las experiencias más zen de nuestros días es cruzar el campo deslizándose en soledad sobre una autopista.
Ayer maté a un pájaro, es la segunda criatura de dios que asesino en menos de una semana. Estaba comenzando a describirme a mí mismo, con palabras, mentalmente, el paisaje. La línea del horizonte huía al mismo ritmo al que yo me desplazaba y la neblina del amanecer cargaba de vapor las últimas arboledas para reblandecer mi mirada, entonces pensé en por qué busco ahora así la naturaleza si nunca he vivido en ella, por qué busco una casa en un paraje ignoto como si tuviera dinero y tiempo para ello... Y en aquel momento me acordé de que mi padre, hace menos de una semana, volvió a insistir en su descrédito de la naturaleza. Estábamos sentados frente a un álamo de al menos 100 años y dijo: “Qué absurdo este árbol, aquí, un día tras otro, para qué...” Yo le contesté que el problema estaba en que él personalizaba lo inhumano, pensaba en el árbol como si fuera una persona... pero me callé al instante, porque yo también participo a veces de ese pesimismo por el cual me entristece ver todo ahí, sin cambio, además uno deduce que si el mundo sigue así de igual a sí mismo nosotros le importamos poco, que el sol va a salir del mismo modo estemos nosotros o no.
El caso es que aparecieron tres pájaros pequeños, pardos, de ala corta. Desde las tierras entraron en el espacio aéreo de la autopista. Dos de ellos prosiguieron elevando el vuelo pero el tercero hizo una pequeña pirueta sobre su propia espalda subiendo muy poco, como si quisiera volver a los sembrados y, en ese momento, oí un golpe sobre el cristal, muy pequeño, y vi un punto rojo de sangre. Sin lugar a dudas debió costarle la vida ese azar, si yo hubiera pasado un centímetro después o si él se hubiera elevado un poco más seguiría revoloteando por ahí.
Cuando llegué al final de mi autopista, a mi exilio, una arquitectura infame, una mazmorra de hormigón me acogió. A la sala donde nos reuníamos se le acababa la pared y asomaba una torre de legajos y un poco más allá otra torre con más legajos. Comenzó a llover sobre el tejado y entonces miré hacia el techo y contemplé que se mostraba desnudo con algunas claraboyas como parches de luz. De puro horrible el sitio me empezó a fascinar, era borgiano, absurdo, una arquitectura salvaje, descontrolada, sin licencia, obra de un perturbado. Luego miré en derredor y comprobé que todos los claustros del mundo son iguales, que todas las personas del mundo estamos repetidas y toda esa gente a la que jamás había visto me parecían personas conocidas. ¿Dónde queda el muchacho al que todo lo nuevo impresionaba?¿El muchacho que al pasar por los lugares sufría pensando en el anonimato de cada ser viviente?
Bajamos a otra mazmorra aun más deprimente y allí quedé encargado de enseñar a hacer arte el próximo curso, todo un lujo en las cloacas. Torpemente, con poco fruto, expliqué que mis prioridades eran sentimentales y no profesionales, que aún tenía el calor de mi bebé en los brazos y que no volvería por allí hasta que fuera estrictamente obligatorio.
*Fotografía Juan Carlos Carbajo
El interior del coche es el lugar actual de la introspección. Una de las experiencias más zen de nuestros días es cruzar el campo deslizándose en soledad sobre una autopista.
Ayer maté a un pájaro, es la segunda criatura de dios que asesino en menos de una semana. Estaba comenzando a describirme a mí mismo, con palabras, mentalmente, el paisaje. La línea del horizonte huía al mismo ritmo al que yo me desplazaba y la neblina del amanecer cargaba de vapor las últimas arboledas para reblandecer mi mirada, entonces pensé en por qué busco ahora así la naturaleza si nunca he vivido en ella, por qué busco una casa en un paraje ignoto como si tuviera dinero y tiempo para ello... Y en aquel momento me acordé de que mi padre, hace menos de una semana, volvió a insistir en su descrédito de la naturaleza. Estábamos sentados frente a un álamo de al menos 100 años y dijo: “Qué absurdo este árbol, aquí, un día tras otro, para qué...” Yo le contesté que el problema estaba en que él personalizaba lo inhumano, pensaba en el árbol como si fuera una persona... pero me callé al instante, porque yo también participo a veces de ese pesimismo por el cual me entristece ver todo ahí, sin cambio, además uno deduce que si el mundo sigue así de igual a sí mismo nosotros le importamos poco, que el sol va a salir del mismo modo estemos nosotros o no.
El caso es que aparecieron tres pájaros pequeños, pardos, de ala corta. Desde las tierras entraron en el espacio aéreo de la autopista. Dos de ellos prosiguieron elevando el vuelo pero el tercero hizo una pequeña pirueta sobre su propia espalda subiendo muy poco, como si quisiera volver a los sembrados y, en ese momento, oí un golpe sobre el cristal, muy pequeño, y vi un punto rojo de sangre. Sin lugar a dudas debió costarle la vida ese azar, si yo hubiera pasado un centímetro después o si él se hubiera elevado un poco más seguiría revoloteando por ahí.
Cuando llegué al final de mi autopista, a mi exilio, una arquitectura infame, una mazmorra de hormigón me acogió. A la sala donde nos reuníamos se le acababa la pared y asomaba una torre de legajos y un poco más allá otra torre con más legajos. Comenzó a llover sobre el tejado y entonces miré hacia el techo y contemplé que se mostraba desnudo con algunas claraboyas como parches de luz. De puro horrible el sitio me empezó a fascinar, era borgiano, absurdo, una arquitectura salvaje, descontrolada, sin licencia, obra de un perturbado. Luego miré en derredor y comprobé que todos los claustros del mundo son iguales, que todas las personas del mundo estamos repetidas y toda esa gente a la que jamás había visto me parecían personas conocidas. ¿Dónde queda el muchacho al que todo lo nuevo impresionaba?¿El muchacho que al pasar por los lugares sufría pensando en el anonimato de cada ser viviente?
Bajamos a otra mazmorra aun más deprimente y allí quedé encargado de enseñar a hacer arte el próximo curso, todo un lujo en las cloacas. Torpemente, con poco fruto, expliqué que mis prioridades eran sentimentales y no profesionales, que aún tenía el calor de mi bebé en los brazos y que no volvería por allí hasta que fuera estrictamente obligatorio.
*Fotografía Juan Carlos Carbajo
5 Comments:
uno de los ideales del romanticismo era ese amor a la naturaleza.
todavía eres un discípulo de Larra, no lo puedes remediar; hasta ese crespúsculo de la fotografía revela más de ti que lo que dicen tus palabras.
Los centros de enseñanza parecen diseñados por arquitectos penitenciarios, y las nuevas cárceles por ingenieros de la vida al aire libre (aunque sea en falaz apariencia ).
Que tu espíritu romántico no se altere por el "pajaricidio". Es la selección natural. (figurate si fuese un "liebricidio").
Ventaja del destierro: ¿la autopista que viene y va te inspirará otra "nivola"? (intentemos buscarle algo positivo a toda circunstancia, que para ahorcarse con su amargura ya tenemos al Espiritu de Haro)
para cuando tu cuaderno de viajes en la autovía???
tu tristeza demodé me preocupa
dónde está diógenes?
Comento desde el futuro: así me gusta más.
Tu mal, querido Bruno, es romanticismo, del peor -del decimonónico-, pero también del más verdadero. No se cura.
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